Esta pintura nace de muchos paseos junto a mí perrita Nika.
Después de vivir muchos años lejos volví a la tierra que me vió nacer y gracias a mi perra volví a pasear por las rutas que recorría de niña.
Encontré que los caminos, antaño de huerta, ahora eran carreteras y los árboles que daban sombra a mis juegos infantiles habían sido cambiados por farolas que impedían el paso pero iluminaban carreteras de tráfico frenético.
Sin embargo, los días de otoño en que corre brisa vuelven a mí los olores, los cielos y los ruidos que, como si fuera sinestesia, me alejan de la actualidad y me transportan a ese mismo lugar pero cuando aprendía a montar en bicicleta, los pocos espacios que quedan con árboles me regalan ratos de mi pasado que nunca volverá.
Las campanillas en verano, la brisa en otoño, recuerdos que nos acarician.
Y si bien, tanto de eso a quedado atrás aún resisten, como soldados, unos supervivientes que se niegan a entregar su territorio a los humanos y vehículos, los caracoles (considerados plaga por los huertanos) lo invaden todo tras la lluvia y nos tocan a la puerta de nuestro egoísmo que ignorante intenta asfaltar todos los caminos.
Para mí todo esto es belleza, sensaciones en la piel de la cara y en el vello de los brazos, observo relajada hasta que un miedo llega a mí recordándome que el humano es imparable en su necedad.
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